La mujer que me dio la vida tenía ventitrés años cuando llegué. Lo hice en un caluroso mes de julio, mientras a ella la tenían dormida en un quirófano y puede que yo fuera su única buena noticia. Se acababa de convertir en madre con la niñez casi pintada en la cara. En el siguiente otoño recibió a su segunda y dejó fundada su pequeña familia de mujeres. Las tres, juntas siempre para todo.
La mujer que me dio la vida se vio obligada a trabajar mucho, como una mula diría el tópico, para sacarnos adelante. A pesar de que tenía la ayuda de nuestros abuelos, ella era consciente de cuál era su responsabilidad, así que se agarraba a todo aquello que salía. Vendió juguetes y ultracongelados, fue limpiadora y hasta llevó libros en ferias. Y cuando hubo que trabajar doble, pues doble trabajó, por la mañana y casi por la noche, siempre por sueldos escasos manteniendo la cabeza pendiente del objetivo.